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Transmasculinidad: cómo se invisibilizan ciertos cuerpos en la sociedad

La invisibilidad –la no-imagen o la no-representación– tiene implicaciones en los cuerpos: ser invisible se siente y vive en la piel. Y hace a las personas trans vulnerables ante la violencia.

El espacio que habitamos está lleno de imágenes: imágenes en movimiento, estáticas, paisajes urbanos, rurales, entre otros. Podemos afirmar que, para el mundo que habitamos, las imágenes son un elemento fundamental de los productos culturales. A través de ellas se construye la realidad social y el significado que atribuimos a los fenómenos sociales. Y a través de este proceso se pueden ir delimitando visiones más o menos aceptadas y compartidas sobre el mundo.
El cuerpo y su representación en el mundo es una de las cosas que está constantemente en disputa. La mayoría de cuerpos que vemos en la publicidad y los productos culturales son blancos, delgados, capacitados y encajan en el paradigma heterosexual y cisgénero. Estos ideales de cuerpo están lejos de agotar la riqueza de la experiencia humana. Sin embargo, imponen parámetros excluyentes sobre cómo podemos ser y vivir.
Las expresiones de corporalidad limitadas afectan negativamente las experiencias de las personas en su cotidianidad. Definen las maneras en las que pensamos el mundo y, por consiguiente, las maneras en las que formamos imaginarios o encontramos soluciones a los grandes retos sociales. Las banquetas, por ejemplo, no tienen rampas para permitir que personas con movilidad reducida circulen en la vía pública. Los cuerpos feminizados son objeto de acoso callejero. A ciertos colores de piel se les asocia con ciertas clases sociales o ciertos comportamientos. Otros cuerpos que se salen de la norma de género son invisibilizados o consignados a territorios específicos y restrictivos.
La invisibilidad –específicamente la no-imagen o la no-representación– tiene implicaciones concretas en los cuerpos: ser invisible se siente y vive en la piel.
Los símbolos culturales y los discursos nos colocan a algunas personas, como a quienes somos trans, en un espacio restringido que nos impide reconocernos, validarnos e identificarnos como parte de una comunidad. También nos impide encontrarnos en los reflejos culturales y construir una historia colectiva propia. En última instancia, nos coloca en una especial vulnerabilidad ante la violencia –una que no se nombra y que por tanto es difícil ubicar y combatir.
Es sabido –por lo que se ha hablado de la necesidad de una ley de identidad de género– que para las personas trans las interacciones con el aparataje burocrático-estatal se vuelven complicadas cuando nuestro documento legal no refleja nuestra identidad construida desde nuestra identidad de género. Aparte que estas interacciones nos vulneran constantemente, la invisibilización de nuestra identidad lleva a un subregistro estadístico, tanto para violencia como para necesidades específicas para la población. Por ejemplo, al documentar estadísticas de muertes violentas de personas trans, estas se registran como asesinatos y violaciones contra personas cisgénero, según el género asignado al nacer.

El problema no son los cuerpos; son las condiciones sociales que se imponen basadas en el sexo y género.

En el mismo movimiento de la diversidad se ha invisibilizado a las personas trans –y en especial a los hombres trans– por una diversidad de motivos. Mientras las mujeres trans se han visto obligadas a organizarse en torno a su situación de vulnerabilidad para protegerse de un alto nivel de violencia, incluso de violencias homicidas, para los hombres trans ha sido más difícil encontrar espacios de encuentro y organización.
De igual manera, algunos hombres trans han optado por pasar desapercibidos y simplemente vivir «pasando como» personas cisgénero. Y es que en nuestra sociedad es más fácil ser una persona cisgénero que asumir y visibilizar la identidad trans como propia porque conlleva exponerse a la violencia.
Por otro lado, la invisibilización parece responder también a una concepción errónea de la masculinidad trans, que se suele simplificar como una suerte de ascenso al privilegio que supone ser hombre en una sociedad machista. Aunque tenemos privilegios por ser hombres, nuestra masculinidad no es hegemónica y no tenemos el privilegio de ser cisgénero en esta sociedad.
Cuando se me entendía como mujer, viví algunas situaciones de acoso callejero, algo que fue desapareciendo según avanzaba en mi transición. Sin embargo, a veces entro a los baños públicos con miedo a que se descubra mi identidad sexual. También hay un temor latente a la violencia sexual correctiva, que se entiende como necesaria para «enmendar» mi «desviación», y que pocos denuncian como la violación que supondría. La violencia sexual hacia los hombres está invisibilizada también, porque se ha aceptado la idea errónea de que los «verdaderos hombres» no se quejan de la violencia, ni se les permite ser vulnerables y buscar formas sanas de expresar tristeza.
De cualquier manera, es desde esas reflexiones donde se empieza a entender las intersecciones que se encarnan en los cuerpos. Mi genitalidad rompe los esquemas tradicionales –soy un hombre que tiene una vulva–, pero el problema no es lo que tengo entre las piernas sino las condiciones sociales que se imponen a las personas según su sexo y su género. Para la sociedad sigue siendo aceptable poner en un segundo plano a las personas que tienen una vagina. Y tal como han denunciado las mujeres, con especial potencial crítico las feministas, se ha justificado la desigualdad social a partir de diferencias biológicas que, por sí mismas, no significan desigualdad social –tampoco determinan que seamos hombres y mujeres.
Con todo, la invisibilización de los hombres trans se da en muchos niveles tanto a lo interno como a lo externo de la comunidad, esta responde a reducciones de nuestra masculinidad, a determinismos e imposiciones sobre nuestra genitalidad y a la ausencia misma de representación de cuerpos disidentes. Dar cuenta de esta es ya un ejercicio de visibilización para empezar a estructurar nuestras identidades a partir del habla, de la imagen, de la historia. La diversidad ha de ser expresada, puesta en canciones, poemas, películas, pinturas. También en el Estado, en el aparataje burocrático y los sistemas de organización social. Y es que todos hemos de poder participar de la cultura y hacer partícipes a las otras personas del gozo colectivo de la diversidad humana.
Publicado originalmente el 12 de julio de 2018 en Nómada. Imagen de portada: Paige Mehrer.

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