por Andrés Gabriel
A diferencia de las personas que huyen de las etiquetas por temor a verse encasilladas, yo encuentro cierta seguridad en el encierro. Las barreras que enmarcan mi identidad se ven fuertemente influenciadas por el lenguaje y las capacidades que este me permite. Ladino-mestizo. Privilegiado. Gay. Gordo. Introvertido. Ansioso. Para mí, cada etiqueta es una carta de presentación que me ayuda a identificar a mis colegas. Cada una trabaja como un espejo y me da la posibilidad de ver una parte de mi historia reflejada en las demás personas.
A los seis años comprendí que era «distinto» a los otros niños de mi edad luego de ver que mi reflejo no existía en ninguno sus espejos. Con el tiempo, y al entender el lenguaje que los adultos utilizaban a mi alrededor, comencé a identificarme internamente como uno de esos «huecos» a los que tanto criticaban. Aunque la lucha interna – y externa – fue profundamente destructiva, el privilegio de tener acceso a referentes distintos a los de mi infancia me permitieron construir mi identidad como hombre gay desde la diferencia en vez de hacerlo desde el pecado. Sin embargo, continué sintiéndome «distinto» a la imagen del hombre gay que existía en la cultura pop occidental y que había sido fundamental en la construcción de mi identidad.
Por algo parecido a la providencia, me topé hace unos años con un artículo en The Huffington Post que tocaba el tema de la demisexualidad desde el punto de vista de una mujer heterosexual. A pesar de que la ironía en el salto de identidades no me elude, gracias a este texto conseguí, por primera vez, el léxico necesario para expresar y explicar una parte de mi identidad que hasta ese momento resultaba disonante.
Al repasar mi actitud durante la adolescencia, siempre creí que mi autodiagnosticada “represión sexual” se debía a dos cosas: primero —y principalmente— al hecho de que era gordo y lxs gordxs nunca hemos sido consideradxs atractivxs por la norma (simplemente se nos ha fetichizado en algunos espacios), y segundo, a la influencia del catolicismo para cimentar en mí una actitud de protagonista de novela victoriana. Aunque nunca he puesto en tela de juicio la determinación de estos dos elementos, siempre hubo algo en esta explicación fragmentada que no me cuadraba.
Incluso con el trabajo constante para empoderarme desde mi propia orientación sexual y la eventual sorpresa de que no tenía que recurrir a los milagros de San Antonio de Padua para que un hombre quisiera conocerme en el sentido bíblico, nunca cuajó conmigo la noción de sostener una relación sexual momentánea con uno (o con varios), aunque más de alguna vez lo intenté.
Para mí, el sexo es una posibilidad que se abre luego de dejar desnuda el alma. Es como la llave final que Link necesita para enfrentar al villano principal del calabozo luego de haber luchado contra todos los otros villanos; solo que en mi caso el calabozo es igual de molesto y complicado que el Water Temple de The Legend of Zelda: Ocarina of Time versión Nintendo 64.
Presentarme ante el mundo como un hombre homosexual, demisexual y lateral (una etiqueta que requiere de su propio artículo) es un poco complicado cuando el contexto premia la concepción del sexo como una transacción libre de complicaciones. Aunque esto, en parte, me ha ganado el desinterés de varios hombres, aún no pierdo la esperanza de encontrar al Sr. Darcy para mi Elizabeth Bennet. Mientras tanto, continuaré con mis planes de lanzar la primera casa de alta costura dedicada a vestir santos.
Artículo originalmente publicado en Revista Queer.