Cuando el fin de año no es una fiesta

Por Ana Lanz

Sucely fue expulsada de su hogar por ser trans. Su historia es una experiencia común para muchas personas LGBTIQ que no pueden celebrar las fiestas de fin de año con sus familias. Que este año que comienza sirva para reflexionar y ser empáticos: no todos tienen un hogar a dónde pertenecer.

Antes de migrar a la capital, Sucely vivía en San Juan, Sacatepéquez con sus padres y sus tres hermanos. Nació con sexo masculino, pero desde pequeña sabía que su identidad de género no se correspondía con sus características físicas. Hoy vive y se identifica como mujer.

Desde que era adolescente, se encerraba en su habitación a cantar, bailar y maquillarse como sus artistas preferidas. Vivía con temor de que encontraran su ropa y su maquillaje, por lo que mantenía todo siempre en orden y escondido.

Su padre, un agricultor «machista y peleonero», regresaba a casa solamente tres veces por mes. Pero cuando tenía 16 años, regresó a casa antes de lo esperado y la encontró con restos de maquillaje en el rostro. El hombre estalló en furia. Se sacó el cinturón y empezó a agredirla mientras le gritaba que su casa «no era una casa de huecos». Su madre intentó defenderla, pero también fue agredida.

El padre terminó por echar a ambas a la calle. Esa misma tarde tomaron un bus hacia la capital, con lo único que pudieron sacar: su «frijolito», documento de identidad y un poco de dinero.

La madre le había asegurado pasarían unos días en casa de sus primas y que buscarían un cuarto donde vivir. Pero Sucely terminó haciendo todo sola. Al día siguiente de su llegada a la capital, su madre tomó un bus de regreso a San Juan y la dejó a su suerte.

Volver no era una opción. La comunidad entera se enteró de su identidad de género. Empezó a recibir amenazas por mensajes de texto: decían que sabían de sus «huecadas».  Y reiteraban que eso no era bien visto en el pueblo.

Fue así como inició un largo y difícil proceso para conseguir un trabajo. Tuvo que adaptarse a una ciudad en donde no conocía a nadie.  Aprendió a luchar por defender su libertad y dignidad. La nuestra es una sociedad cruel que discrimina y excluye por la identidad de género.

El tiempo se nos hizo corto. Antes de despedirnos, Sucely me dijo: «¿Sabe que es lo que más extraño, Colochita? Ese abrazo que nos dábamos con mi familia para diciembre. Cuando salíamos todos a la calle a quemar cuetes y regresábamos a la casa para comer tamales. Estábamos todos felices, porque aquí en la ciudad no tengo a nadie».

El bus se detuvo. Se despidió de mí y me abrazó como si fuéramos grandes amigas. Yo le hice la promesa de contar algún día su historia.

Nuestra sociedad suele reaccionar con rechazo y violencia ante la diversidad sexual y de género. Y la familia, precisamente, es la primera cuna del rechazo, las burlas y la violencia física y sexual que experimentan las personas LGBTIQ. Es el reflejo de la falta de aceptación y respeto que se cultivan en algunos núcleos familiares y el inicio del rechazo social que vemos a gran escala.

Es esta época de fin de año, me siento privilegiada de contar con un hogar porque sé que muchas personas han tenido que abandonar el suyo para sobrevivir. Y aunque han pasado dos años desde que hablé con Sucely, aún espero podérmela encontrar, al menos para saber si por fin ha podido encontrar con quiénes pasar estas fiestas. Si ha logrado encontrar dónde formar nuevamente su hogar.

Ojalá este tiempo de nuevos propósitos nos ayude a transformar nuestros discursos de amor y respeto al prójimo en acciones que construyan una sociedad con hogares más humanos, justos y diversos.

Publicado originalmente en Nómada.

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